El viaje que lo cambio todo

Como ya conté en uno de mis primeros posts, comencé en el mundo del bonsái en 2010, con un curso muy básico al que asistí junto a mi hija, que en ese entonces tenía unos 7 años. Recuerdo poco del contenido, pero sí que fue mi primer acercamiento a este arte.
Sin embargo, fue a finales de 2011, cuando me mudé a Chiloé, que todo empezó a tomar otro rumbo. Tenía un terreno con bosque propio y pensé: “Esta es una buena oportunidad para intentar hacer bonsái”. Me parecía una forma perfecta de adentrarme en una disciplina desconocida, y contaba con muchos arbolitos con los que practicar.

Empecé a buscar información por donde podía: libros, foros, videos. Había recursos, sí, pero nada como lo que encontramos hoy. Durante años probé con distintas especies, hice sustratos siguiendo recetas de internet y realicé todo de forma muy tímida, con bajo presupuesto.
Sentía que no tenía las competencias suficientes como para tomarlo en serio e invertir en ello. Mi pensamiento era simple: “¿Para qué voy a gastar dinero en algo si probablemente el árbol morirá por mi falta de conocimiento?”

Así estuve hasta el año 2018. Ese año lo cambió todo.

Con mi familia teníamos muchas ganas de hacer un gran viaje. Evaluamos varias opciones, pero finalmente nos decidimos por Japón. Siempre fue nuestro destino soñado: compartimos una profunda admiración por el país del sol naciente. Ese año, además, los pasajes estaban increíblemente baratos, así que no lo pensamos dos veces.

Viajamos a Tokio en los primeros días de febrero, sin saber que sería una coincidencia muy afortunada. Para quienes aman el bonsái, saben que febrero es un mes especial: se realiza la Kokufu-ten, la exposición de bonsái más importante de Japón… y del mundo.
Mi esposa, que siempre ha sido mi mayor impulsora en esta aventura, supo de la muestra y nos sorprendió con entradas para asistir.

Kokufu ten n°92

Ahí fue donde todo cambió.
Hay un antes y un después de ese día.

Entrar por primera vez a la Kokufu-ten fue una experiencia transformadora. Todo lo que había leído o visto en fotos no le hacía justicia a lo que tenía frente a mis ojos. Observé la muestra con mirada general, sin buscar detalles técnicos como el nebari o el alambrado. Simplemente contemplaba cada árbol como una obra de arte completa, y me quedaba hipnotizado con cada pieza que se cruzaba en mi camino.

Me tomé el tiempo de recorrer la exposición con calma. Mientras más avanzaba, más evidente se volvía: lo que yo estaba haciendo hasta ese momento no se parecía en nada al verdadero bonsái. Soñaba despierto con la posibilidad de algún día hacer algo así.

Estuvimos 18 días en Japón, y debo admitir que pagué el “noviciado”: no visité nada más relacionado con el bonsái. Nos dedicamos a hacer turismo y recorrer los lugares típicos. Más tarde supe que me perdí el Green Club (el gran mercado de bonsái) y la segunda parte de la Kokufu… pero da lo mismo. Ese primer encuentro fue suficiente para encender la chispa.
Volví a Chile convencido de que quería dedicarme en serio al bonsái. Que si realmente lo deseaba, tenía que estudiar, formarme, invertir, y sobre todo, comprometerme.

Desde ese viaje, esta aventura no ha parado. He trabajado con constancia para desarrollar mi jardín y crecer como bonsaika.
Estoy convencido de que, en algún punto, todos vivimos ese momento en que el bonsái deja de ser solo un hobby para transformarse en una forma de vida. Ese viaje fue mi punto de inflexión.

Y aunque no visité más lugares de bonsái en ese viaje, también tengo una profunda conexión con el paisajismo japonés. En esa misma travesía conocí varios jardines tradicionales, y ya les contaré sobre ellos en futuros artículos.

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El camino del bonsái es largo, pero no tienes que recorrerlo solo.
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